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Aula de Literatura J.A. Gabriel y Galán

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Publicaciones de la categoría: Eugenio Fuentes

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22 Lunes Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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Mañana martes , 23 de marzo, nos visita Eugenio Fuentes.
A las 20.00 horas se celebrará la habitual lectura-conferencia en el Auditorio Santa Ana, para el público en general.
El miércoles el autor visitará el I.E.S. Pérez Comendador.
Os esperamos a todos, en una u otra convocatoria.

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El detective

21 Domingo Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ – EL SÍNDROME CHÉJOV

Un detective es un tipo que mira, por definición. Alguien que se convierte en nuestros ojos conforme la novela avanza. El detective es la encarnación literaria del mirón que todos llevamos dentro, la traducción y mezcla en forma de trama de puntos centrales de la técnica literaria: el narrador, el punto de vista, la distancia con el relato, la focalización, el desenvolvimiento de la acción en tiempo real, o al menos al compás que el detective, con su mirada e investigaciones, nos marca. Es el personaje idílico, con claves establecidas que seguir, con visillos ya colgados por muchos autores anteriores desde los que mirar un paisaje distinto, el personaje de los ritos y códigos, y que no deja mucho lugar a las transgresiones. Permite al escritor de novela saber que unas tablas de la Ley le respaldan, y que apenas puede modificarse un mandamiento, si acaso, aunque siempre se sienta la tentación de hacerlas pedazos, como hizo el otro.

El detective de Fuentes se llama Ricardo Cupido. Apellido de enamoradizo, es un detective vulgar, corriente, sin semas significativos. Vive en su pueblo, el de toda la vida, Breda, un microcosmos extremeño que ha heredado todos los vicios de la gran ciudad sin dejar de ser un pueblo, y vive solo, como tiene que ser, es atractivo, alto, no parece un detective, inspira comprensión en los tipos a los que investiga. Ama los paseos en bicicleta, y ha desarrollado una íntima amistad con el teniente Gallardo, guardia civil con el que mantiene una fructífera colaboración a la hora de investigar sus asuntos. Estuvo en la cárcel por contrabando. En el relato “Perseo en Breda”, que fue finalista de los premios Max Aub del año 88, un Cupido adolescente, al que sus amigos apodan Kao, cuenta en primera persona que su familia se dedicaba al contrabando a través de las sierras extremeñas junto a las que Breda está ubicada. Tiene el socorrido ayudante-confidente que todo buen detective posee, que en su caso es el Alkalino, un tipo que siempre le orienta hacia el lugar correcto cuando su investigación se estanca.
Al contrario que otros detectives de novela negra o policiaca, Cupido apenas investiga; es decir, su presencia no llega a ser casi nunca fundamental para que los casos se resuelvan. Es el presentador impasible de un telediario de muertes, corrupciones y ambiciones ante las que permanece, lívido, al margen. En ocasiones su presencia es secundaria en la novela, así en La sangre de los ángeles. Aunque es la dinámica que él da a sus preguntas, a su relación con los investigados, lo que sutilmente deviene en resolución final de cada uno de los casos.

(El síndrome Chéjov dedicó al publicarse Cuerpo a cuerpo una larga e interesante serie de entradas a las novelas de Eugenio Fuentes que uno puede leer pinchando aquí y saltando luego de una entrada a otra).

Las manos del pianista

20 Sábado Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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Hoy no tengo ganas de tocar. Sin embargo, abro la partitura de una pieza que desde algún tiempo me gusta mucho, el nocturno nº 11 de Chopin. Los acordes parecen los martillazos de un herrero, y no por el Petroff -otra vez me asombra que de un instrumento tan viejo surja un sonido tan limpio-, sino por la torpeza de mis dedos que chocan entre sí y se apiñan en las fermatas. Tengo que poner en marcha el metrónomo, muy lento, esperando que su tic tac ordene el ritmo de las notas, que siguen saliendo planas, monocordes, llenas de grumos, con chimpún de pachanga.
Es en vano y dejo el teclado que parece duro, como si el propio piano se resistiera a mi agresión.
Al sentarme frente al televisor veo un programa sobre la pena de muerte en Estados Unidos y las distintas formas con que actúan los verdugos. Son, en general, hombres fornidos, bien alimentados, blancos y rubios, acaso padres de familia que con las mismas manos con que aprietan el botón de la inyección letal o conectan la palanca de la descarga eléctrica arrojan una hora más tarde unos granos de sal a las chuletas de la fiesta del barrio o acarician la cabeza de un niño. Su contacto no provoca ningún escalofrío. Actúan ante las cámaras a rostro descubierto, casi con petulancia, codo con codo con policías, médicos y capellanes.
Antes, la de verdugo era una profesión tan vergonzosa y abominable que, en el cadalso, pedían perdón al reo, se tapaban el rostro con un capuchón negro para que nadie los reconociera luego en la calle, aunque hubieran ejercido el derecho a quedarse con las ropas del muerto. Una vez leí en un libro de Goethe su alegría porque un abogado había conseguido que admitieran como estudiante en la facultad de Medicina al hijo de un verdugo, a quienes entonces no se les permitía ejercer ningún oficio honrado ni, mucho menos, detentar ningún cargo público, con lo que su profesión se convertía en una condena vergonzante que se transmitía de padres a hijos. No recuerdo quién hizo una excelente película con ese tema.
Yo también soy un verdugo. Algunas veces intento engañarme y me digo que no, que sólo soy un matarife. Pero el engaño dura poco y la realidad no pierde ocasión de desmontarlo. El matarife mata animales anónimos en un lugar público y sanitario para que los demás nos alimentemos de ellos. Nunca nadie ha comido al animal que yo mato, al perro o al pájaro con nombre propio a quien odia o adora aquel que me contrata. Y lo hago de forma clandestina, donde nadie ajeno me ve. Luego, escondo los cadáveres.
Yo también soy un verdugo: mato y cobro por matar. Y aunque sólo ejecuto a animales, cada día es mayor la vergüenza que siento por mi oficio.

Vías muertas

20 Sábado Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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– ¿A qué viene tanta prisa? -dijo al llegar al andén.
El Linterna levantó la mano a modo de respuesta, señalando a sus espaldas. Un retén de soldados, separados unos de otros cinco o seis metros, en su lugar descanso, vigilaba con gesto de recelo el convoy en la vía de salida.
– Te ha tocado. El jefe decidió que fueras tú. No te perdonará nunca que quisieras sustituirlo.
– ¡Ese cerdo! -masculló encajándose la gorra y abrochándose el botón del cuello de la camisa del uniforme azul, como si, despertado en la madrugada, no hubiera tenido tiempo suficiente para vestirse.
– También dijo que con un poco de suerte tú también te quedarías allá -explicó moviendo las manos grandes y negras, de uñas excesivas, los dedos gordos y oscuros como caracoles a fuerza de hurgar en las tripas de las locomotoras y de cargar bultos y carbón. En el antebrazo derecho, dos raíles tatuados. Los inquietos pies movedizos.
– ¿Qué quieres decir?
– El tren debe llegar al otro lado.
– ¿Al otro lado y con esta máquina? Reventará en las cuestas del Lebrón -dijo. Recordó que dos años antes había sido utilizada, con los mismos vagones, para transportar presos. Pero entonces él no era el maquinista.
– Aguantará bien, la he estado mirando -negó con seguridad-. Eso no es lo peor. Me parece que no te has fijado en la clase de mercancía que llevas.
Por primera vez miró hacia las sucias ventanas de los vagones. A la escasa luz de las bombillas de la marquesina los racimos de rostros devastados se pegaban a los cristales, observándolo fijamente.
– ¡Locos!
– Peor aún.
– ¿Qué? -preguntó. No quería mirar más a sus espaldas, donde ya sabía que varios cientos de ojos evaluaban cada uno de sus gestos de piedad o de asco. Temía la respuesta, la información que agotara la desgracia.
– Todos los de la Misericordia. Uno de los enfermeros aseguró que algunos no aguantarán el viaje.
Miró al Linterna sin decir nada, como si no lo viera, pero el otro no aguantó su mirada y agachó los ojos hacia los pies que se removían empujando algo hacia las vías, quizá una colilla. Luego miró hacia la noche, como si buscara en la sombra alta y negra de los eucaliptos una razón para negarse a hacer el viaje.
– Se vengó contigo. No podrás negarte. Ahora también somos tropa militar -explicó, uniéndose a su desgracia, aunque los mozos de carga habían quedado libres de la nueva disciplina. Él agradeció en silencio su pequeño gesto solidario y estéril.
– ¿Quién viene conmigo?
– Tú solo. Bueno, tú y Beltrán -rectificó. Se frotó la nuca áspera y fuerte, dándose un motivo para no mirarlo a los ojos.
– ¿Beltrán? Imposible. Beltrán será incapaz de controlarlos.
Comprendía que el jefe lo hubiera elegido a él sin temblarle la mano. Por su parte, él le pagaría no regresando. Ambos sabían que se quedaría al otro lado. Pero Beltrán… Beltrán era el revisor más débil y benévolo que había conocido nunca, tan incapaz de hacer bajar en la primera estación a un intruso sin billete como decidido para hacer parar un tren tirando de la cuerda de alarma porque a una dama se le había volado un sombrero por la ventanilla. Además, era un hombre mayor, con hijos, que nunca se quedaría allá. ¿Cómo se le había ocurrido destinarlo a este viaje?
Vio salir al jefe por la puerta de la oficina, la barriga un palmo por delante de su pecho, en la cara una sonrisa desconcertante bajo el quepis rojo. Se estaba dejando crecer un incipiente bigote que no contribuía a cambiar su expresión de sapo húmedo y satisfecho.
– El parte de ruta -dijo con forzada rutina, poniéndole en la mano dos papeles con un carboncillo entre ambos-. No pares hasta la última estación. Ya hemos avisado.
– ¿Me estarán esperando?
– Sí, sin duda -respondió.
Los dos eran conscientes de que estaba mintiendo. Él no preguntó nada más porque sabía que no le importaría nada lo que dijera. Luego, el jefe le dio la espalda para volver a la oficina.
– Una cosa todavía -le pidió.
El jefe se detuvo y lo contempló desde tres o cuatro metros, sin acercarse.
– No es necesario que venga -dijo en voz alta señalando a Beltrán, que había aparecido y esperaba junto a la escalerilla, elegante y pálido de miedo, con una palidez acrecentada por la sucia luz de las bombillas-. Yo me basto.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– De acuerdo, que se quede. Buen viaje.
Sintió el viboreo de un odio rancio que se le concentraba en los puños. Todo tan grotesco. Miró hacia la máquina que ya había puesto a calentar el Linterna, aunque apenas era necesario. El calor de agosto bastaba.
– ¿Lo has llenado todo?
– Sí. Y mucha agua. Con este calor.
– Hasta la vista -dijo. La mentira oculta bajo la vieja fórmula gastada.
– Suerte.
Se acercó hasta la máquina, sin mirar hacia atrás. Beltrán lo esperaba junto a la escalerilla, inmóvil y pálido, sudoroso y elegante, con la camisa reglamentaria abrochada hasta el cuello.
– Gracias -le dijo.
– Por nada.
– Buen viaje -lo oyó cuando ya estaba arriba. Las dos palabras sonaron de modo muy distinto a las dichas por el jefe, como si fueran otras.
Ya estaba solo. Se puso frente al panel de mandos y observó los niveles, el manómetro. Todo parecía en orden. Era una máquina muy vieja, lenta, de carbón, que sólo se utilizaba para transportar mercancías, o en alguna urgencia, pero no dudaba que en las dos o tres horas que hubiera tenido el Linterna la habría revisado a fondo para que nada previsible fallara. Abrió la porta de fuegos: el chisporroteo del carbón, como una camada de luciérnagas, expulsó una vaharada de calor que le hizo retirar la cabeza. Retrocedió unos pasos y por el hueco de la ventanilla observó a sus pasajeros. Ellos no podían verlo, ni acceder a la máquina, ni salir de los vagones adaptados para presos. Sentados en los duros bancos de madera, juntos, pero sin apretarse, aguardaban pacientes la arrancada del tren. No mostraban inquietud, ninguna prisa, acostumbrados a esperar desde hacía tiempo algo más temible que un viaje a un lugar donde nadie los esperaría. Algunos llevaban vendada una mano, una oreja, o la cabeza rodeada por un pañuelo grasiento que les sujetaba la mandíbula y la boca cerrada, posiblemente sin dientes. Otros mostraban sin pudor ni exhibición las llagas ennegrecidas, los huecos donde hubo una carne y un rostro dotado para mostrar alegría y dolor. Otros, en fin, tenían hundidas las narices como boxeadores y los ojos desviados y lacrimosos. Todos parecían tener dificultad para moverse. Pensó en el calor, en las reacciones impredecibles. “Como un cargamento de carne al matadero”, susurró, “ni siquiera eso, menos que eso”.
Bien. Era la hora de partir. Tenía que hacerlo y lo haría, un último esfuerzo. No quedaba atrás nadie que le importara demasiado. Aumentó la presión y sacó la cabeza por la ventanilla: por la chimenea comenzaban a salir los primeros vellones negros que atravesaban la débil franja de claridad de las bombillas y se perdían en la noche de arriba. Miró luego hacia atrás, hacia el andén. Todos habían salido fuera, para verlo partir, y esperaban, más impacientes que los de arriba, como si vieran alejarse un peligro. El Linterna hizo un gesto de adiós con la mano. El jefe estaba junto a su puerta, empaquetado en su uniforme, con algo de la forzada marcialidad que ahora mostraban los soldados. Sólo Beltrán había desaparecido, acaso temiendo que se arrepintieran y lo hicieran montar de nuevo. Con un poco de suerte no volvería a verlos a todos ellos nunca más.

(Puedes leer el cuento completo en la web www.escritoresdeextremadura.com)

VÍAS MUERTAS, Editora Regional de Extremadura, Colección La Gaveta

Contrarreloj en El Cultural

20 Sábado Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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EL CULTURAL – 26/06/09

SANTOS SANZ VILLANUEVA

Desde que el relato criminal -superadas las barreras del gusto académico y las exclusiones ideológicas- entró en la normalidad literaria, ha alcanzado un esplendoroso estío (…).

En esta última manera se inscribe Contrarreloj, donde Eugenio Fuentes (Montehermoso, Cáceres, 1958) trae otra andanza de su pareja de investigadores, el detective privado Ricardo Cupido y su silencioso ayudante Alkalino. En esta ocasión el “caso” se sitúa en la más importante de las competiciones ciclistas, el Tour (…).

El marco de la acción, el Tour, es mucho más que un contexto; es un homenaje a este esforzado deporte (…). Sin duda, el autor comparte la admiración por el ciclismo y de una vivencia interiorizada sale una subyugante tensión narrativa. Algunos fragmentos elevan el tono descriptivo a las alturas de la épica.

No practica, sin embargo, Fuentes el idealismo del deporte de competición y coloca el asesinato en una problemática muy actual, el dopaje y los intereses que rodean estos acontecimientos. El gran reto de superarse queda así ensombrecido pero el autor se mueve con equilibrio entre lo genérico y lo circunstancial. Al crimen siguen más percances, y se forma una tupida trama de intriga que evoluciona con misterio y mantiene el suspense sin desfallecimiento hasta la resolución final. A la fuerza no desvelo los detalles. Lo que cuenta es el desarrollo de varias incógnitas y su inserción en un conflicto más amplio, las pasiones de la naturaleza humana, siempre débil pero con valores positivos. Este planteamiento de deliberada sencillez afecta también a la construcción de la novela. Los capítulos siguen las etapas de la carrera. Algunas incursiones en el pasado de los personajes, variada y atractiva galería, explican su proceder. La lengua es cuidadosa pero clara. Los párrafos, breves, salvo, con magnífico efecto, las páginas de prosa encadenada para dar plasticidad a la angustiosa subida al Tourmalet. No me convence una marca de fábrica de Fuentes, su falta de sensibilidad para lo coloquial.

Contrarreloj es una novela de muy gustosa lectura, entretenida y con fondo, un modelo de literatura de calidad para lectores comunes.

(Puedes leer la reseña completa en El Cultural)

Eugenio Fuentes

19 Viernes Mar 2010

Posted by aulaplasencia in Eugenio Fuentes

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Nacido en Montehermoso en 1958, se ha especializado en novela negra y policiaca, especialmente con la serie de narraciones protagonizadas por el detective Cupido.
Es autor de las novelas Las batallas de Breda (1990), El nacimiento de Cupido (Premio Internacional de novela de Ciudad de San Fernando Luis Berenguer, 1993), Tantas mentiras (Premio de Novela Extremadura, 1997), El interior del bosque (IX premio Alba/Prensa Canaria, 1999), La sangre de los ángeles (2001), Las manos del pianista (2003), Venas de nieve (2005), Cuerpo a cuerpo (2007) y Contrarreloj (2009), además de un libro de ensayos (La mitad de occidente, 2003) y uno de relatos (Vías muertas, 1997).
Además de los diversos premios que ha obtenido como novelista, como articulista ha recibido el Premio del Consejo Asesor de RTVE en Extremadura, el Premio “Francisco Valdés”, el Premio Nacional de Periodismo “Julio Camba”, el Premio “Carmen de Burgos” y el Premio “Manuel Azaña”.
Sus novelas han sido publicadas en más de una docena de países, siendo considerado por la crítica como uno de los renovadores del género policiaco en Europa.

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