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Aula de Literatura J.A. Gabriel y Galán

Aula de Literatura J.A. Gabriel y Galán

Publicaciones de la categoría: José Luís Peixoto

Cementerio de pianos

26 Viernes Oct 2007

Posted by aulaplasencia in José Luís Peixoto

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Por si alguien se quedó el año curso pasado con ganas de leer alguna otra cosa de José Luís Peixoto, la editorial El Aleph acaba de publicar en castellano la novela Cementerio de Pianos, con traducida por Carlos Acevedo.
Ya está en las librerías. De hecho, esta mañana ya la hemos visto aquí en Plasencia.

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Presentación. José Luís Peixoto

24 Miércoles Ene 2007

Posted by aulaplasencia in José Luís Peixoto

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Si bien es cierto que la literatura está plagada de tópicos, de lugares comunes, no es menos cierto que abundan también en ella lo que podríamos llamar lugares ineludibles. Así, si la muerte desnuda, sin adjetivos ni complementos, trasciende la categoría de tópico para constituirse en presupuesto, fundamento, conditio sine qua non del arte y la literatura –al menos, así lo desveló en esta misma tribuna Antonio Gamoneda hace cerca de dos años–, la muerte del padre o de la madre, como subgénero o modalidad nefanda de ese gran tema que es la muerte, escapa a su vez a la vana condición de tópico, que tiene siempre una connotación peyorativa de capricho o artificio, para convertirse en uno de esos lugares ineludibles, lugar de paso obligado que deja huella en todo ser humano y que a menudo impele al poeta, al narrador, a hacerlo objeto de labor literaria.
Como ya he dicho en alguna otra ocasión, hay una fuerza secreta que mueve los libros, que los ordena respondiendo a una sabia lógica, orquestando un insólito juego de espejos que acaba por iluminar cada lectura de forma sorprendente. Por eso, mirando atrás, no me extraña el haber leído a modo de pórtico, muy poco antes de recalar en Te me moriste, ópera prima de José Luís Peixoto, los libros La semilla en la nieve, de Ángel Campos Pámpano, y Para qué sirven los charcos, de Tomás Sánchez Santiago, libros ambos que tienen en común con el de Peixoto, aparte de tratar sobre ese lugar ineludible que es la muerte de la madre o del padre, el constituir no una desaforada y sentimental elegía por la pérdida, sino la constatación mesurada, cotidiana y, quizá por ello, más cercana y estremecedora, de la ausencia, como huella perdurable de la muerte.
Si comienzo hoy con esta introducción tan fúnebre es porque la muerte, en concreto la muerte del padre, constituye uno de los puntos cardinales de la obra de José Luís Peixoto, acechando de modo más o menos visible desde los propios títulos de buena parte de sus libros. Pero antes de adentrarnos en la obra, hablemos siquiera un poco acerca del autor. Teniéndolo aquí, de cuerpo presente –disculpen el chiste fácil–, podrán comprobar cómo, pese a su frecuente trato con la muerte, José Luís Peixoto está vivo y coleando, y digo lo de coleando porque acaba de publicar su tercera novela, Cemitério de Pianos [Cementerio de pianos], con lo que está de plena actualidad –si es que en algún momento ha dejado de estarlo– en el panorama literario del país vecino.
Nacido en 1974 en Galveias, distrito de Portalegre, Peixoto colabora de forma habitual en diversos periódicos y revistas portuguesas y ha cultivado con éxito la poesía, el relato, la novela, la escritura de letras de canciones y el teatro, no en vano sus obras han sido objeto, las unas, de publicación y reedición, las otras, de interpretación y representación en prestigiosos escenarios, todas ellas tanto en Portugal como en el extranjero. Conste que, de forma deliberada, me ahorro en esta imprescindible referencia biográfica el adjetivo joven: bien podríamos haber dicho joven escritor portugués, de hecho, una obra literaria tan temprana, prolífica y reconocida parece pedirlo a gritos, pero si lo evito, aparte de por resultar obvio estando ante ustedes el escritor en persona, es porque parece que invita a la construcción de sombrías oraciones concesivas que, unidas a la previsible ambigüedad del adjetivo joven, harían gravitar sobre el autor y su obra sospechas de inmadurez que, en el caso de Peixoto, me parecen del todo infundadas, siendo como es autor de una obra literaria sólida, coherente y de gran fuerza expresiva.
Uno de los temas centrales de esa obra literaria sólida y coherente es la destrucción del universo familiar e infantil, cuyo principal símbolo es, más que el hogar, la casa, elemento material recurrente en los libros de Peixoto. Si bien, a posteriori, la mirada adulta del autor descubre cómo la estructura de esa casa alberga desde su origen serios vicios constructivos, fatales presagios de ruina, es la muerte del padre la que viene a precipitar acontecimientos, abriendo las puertas a oscuras, terroríficas invasiones destructivas y acelerando un proceso que conduce sin contemplaciones al derrumbe, a la reducción a escombros de la casa y de la infancia, un proceso que algo tiene de biológico, de vegetal, que no es sino el punto de partida de una caída en picado hacia el abismo y con el que Peixoto evoca, a fin de cuentas, lo efímero y frágil de la realidad y el ser humanos, idea a menudo reforzada por la aparición recurrente de la deformidad, la enfermedad o la amputación como pruebas manifiestas de nuestra pobre humanidad, de nuestra naturaleza caduca y quebradiza. Es en este ámbito de temas en el que encuentran sentido títulos como A Criança em Ruínas [El niño en ruinas] o el conjunto formado por Uma Casa na Escuridão [Una casa en la oscuridad] y A Casa, a Escuridão [La casa, la oscuridad], novela y libro de poemas complementarios sobre el mismo universo narrativo.
Nadie nos mira y Cemitério de Pianos constituyen quizá la otra cara de la misma moneda, en cuanto libros que tratan, en cierta medida, acerca de lo inexorable, de lo inevitable, del destino, pero con minúsculas y sin mayores tragedias. Novelas las dos con resonancias bíblicas, la vida aparece en ellas bajo la forma de un ciclo reiterado, previsto y previsible, que se reproduce con inusitada precisión entre padres e hijos o entre abuelos y nietos y en el que, por encima o por debajo de lo accidental y accesorio, las concretas existencias se repiten y, con ellas, las mismas esperanzas, las mismas alegrías, los mismos errores, los mismos miedos y las mismas fuerzas e impulsos que doblegan la voluntad del individuo y lo empujan a la ruina, poniendo de manifiesto la índole breve y engañosa de nuestro albedrío y así, de nuevo, el carácter pobre, frágil, efímero de la condición humana.
En este panorama por lo general sombrío y pesimista, en el que todo es volátil y pasajero, se abren, no obstante, reductos de esperanza que surgen, en la mayor parte de las ocasiones, de la mano del amor que, aunque fugaz, como todo lo humano, es, como advierte Peixoto en su poema “Explicación de la eternidad”, eterno en cada uno de sus innumerables instantes y, al tiempo, fuente de eternidad, de trascendencia carnal en esa prolongación natural del ser, de la propia existencia que son los hijos. Esta última idea, presente en toda la obra de Peixoto, alcanza en su última novela, la mencionada Cemitério de Pianos, pleno protagonismo, haciendo de ella su obra más optimista, una novela sobre la ternura en la que la muerte se integra sin traumas en la vida y en el relato, interpuesta entre dos narradores, uno que está, sin saberlo, a punto de morir y otro que se sabe muerto y que contempla y describe, desde el otro lado de la muerte, la vida de los suyos, que sigue adelante. La novela está basada, aunque sólo circunstancialmente, en la triste peripecia de Francisco Lázaro, atleta portugués que falleció tras recorrer treinta kilómetros en la maratón de los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912, cuenta con una estructura narrativa dual, ambigua, cíclica y con tendencia al infinito y, sin concesiones a lo fácil o sensiblero –ni la muerte se recibe en ella sin dolor, ni redime las faltas y pecados del padre, y tampoco la vida prosigue en su ausencia de manera necesariamente feliz y sin obstáculos–, Peixoto logra en ella conjurar el fantasma de la muerte como fin absoluto, poniendo en último extremo de relieve, por encima del concreto recorrido de sus ocasionales protagonistas, la persistencia irrefutable de la vida.
Apenas queda tiempo para decir mucho más acerca de Peixoto. Me conformo con dejar apuntados algunos aspectos curiosos o interesantes, como su gusto por la experimentación, el uso personalísimo que hace de los signos de puntuación, la deriva poética de su prosa, los escarceos de Peixoto con la música heavy, la apreciable aunque sutil crítica que a menudo hace de ciertos aspectos de la realidad portuguesa o su debilidad por los personajes femeninos, relevantes incluso cuando su posición es secundaria. Me permitiré sólo poner de relieve, para terminar, un cierto inconveniente, el que Peixoto siga aún siendo tan poco accesible en nuestra lengua, con sólo dos obras publicadas en castellano. Los muchos lusófilos que hoy nos acompañan tienen toda la obra de José Luís Peixoto por delante. Los demás, a la espera de que el mercado editorial nos ofrezca nuevas traducciones, aprovechen lo que hay: lean Nadie nos mira y lean Te me moriste, la magnífica traducción de Antonio Sáez publicada por la Editora Regional de Extremadura. Les aseguro que no resultarán defraudados.
Juan Ramón Santos

38

22 Lunes Ene 2007

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Mañana, martes, 23 de enero, nos visita José Luís Peixoto.
A las 20.00 horas, como de costumbre, se celebrará una lectura-conferencia en el Auditorio Santa Ana. La cita del miércoles , en torno a las 12.30, tendrá lugar en el I.E.S. Parque de Monfragüe.
Os esperamos a todos, en una u otra convocatoria.

Peixoto

18 Jueves Ene 2007

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José Luís Peixoto nació en 1974 en Galveias, concejo de Ponte de Sor (Portalegre) y es una de las voces más interesantes del panorama actual de las letras portuguesas. Se licenció en Lenguas y Literaturas Modernas por la Universidade Nova de Lisboa, ha trabajado como profesor de enseñanza secundaria y colabora de forma habitual en diversas publicaciones portuguesas y extranjeras.
Ganador del Premio de Jóvenes Creadores del Instituto Portugués de la Juventud en las ediciones de 1997, 1998 y 2000, este último año publicó la obra de ficción Morreste-me y la novela Nenhum Olhar, finalista de los premios de la Asociación Portuguesa de Escritores y del PEN Clube, y ganadora del Premio José Saramago de autores noveles. La aparición en 2001 del libro de poesía A Criança em Ruínas supuso para Peixoto un nuevo éxito de público y crítica. En 2002 salieron a la luz Uma Casa na Escuridão y A Casa, a Escuridão, novela y libro de poemas, respectivamente, sobre un mismo universo literario. En 2003 publicó el volumen de cuentos Antídoto, inspirada en el universo musical del disco The Antidote, del grupo portugués Moonspell, y, en 2005, escribió las obras de teatro Anathema, estrenada en París, en el Theatre de la Bastille, y À Manhã, estrenada en el Teatro São Luiz de Lisboa. En noviembre de 2006 apareció su, hasta ahora, última novela, Cemitério de Pianos.
Ha representado a Portugal en diversos eventos literarios internacionales (París, Madrid, Frankfurt, Zagreb o Buenos Aires) y en 2002 fue el primer autor portugués invitado por la residencia de escritores Ledig House de Nueva York.
Sus novelas han sido publicadas en Francia, Italia, Bulgaria, Finlandia, España, República Checa, Croacia, Bielorrusia y Brasil, encontrándose en preparación ediciones en Reino Unido, Hungría y Japón.
En 2001 fue editada en castellano su novela Nenhum olhar, traducida por Bego Montorio bajo el título Nadie nos mira en la editorial Hiru Argitaletxea, y en 2004 apareció en la Editora Regional de Extremadura la obra Morreste-me, en una cuidada traducción de Antonio Sáez titulada Te me moriste.

La mujer que soñaba

10 Miércoles Ene 2007

Posted by aulaplasencia in José Luís Peixoto

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Se despertó tan feliz. La monja abrió la puerta del cuarto y atravesó el pequeño pasillo entre las camas. Algunas mujeres se despertaron en cuanto esos pequeños ruidos tocaron el silencio: la cerradura de la puerta, las suelas finas de goma sobre las láminas de madera. Casi apoyada a la ventana, la monja subió las persianas. En aquel cuarto, había dos filas de cuatro camas de hierro. Por la noche, las mujeres se acostaban y quedaban con los pies apuntados al centro del cuarto. La monja subió las persianas. La luz que entraba en el cuarto estaba hecha de una juventud de luz. Despacio, la luz subió por la superficie del cuarto y por la superficie de los cuerpos de las mujeres acostadas bajo las mantas. Los cuerpos de las mujeres estaban tibios. Las mantas eran de lana muy blanda por estar gastada, eran de color castaño, olían a lavados y olían al detergente que era el olor de todos los objetos del asilo. La monja, delante de la ventana, en silencio, se puso a mirar a las mujeres que se despertaban. Más por la luz dulce que por las voces de las mujeres que hablaban unas con otras, más por la luz dulce que por la mirada también dulce de la monja, ella se despertó. Tan feliz. Su cama era la tercera contando desde la ventana, en la fila que quedaba a la izquierda de la mirada de la monja. Al abrir los ojos, la luz de la mañana. Sentía en el cuerpo la combinación y las sábanas tibias. Levantó el brazo fuera de la manta. Ya fuera de la cama, mientras se ponía la bata y se calzaba las zapatillas, se acordaba aún del sueño que había tenido. Se acordaba del sueño como si soñase aún. Sonreía. Había soñado que era joven y que no estaba en el asilo. Era joven y estaba en casa. La madre la llamaba desde la cocina. Era joven. Había soñado. Se había despertado tan feliz. Era joven. La madre la llamaba desde la cocina. En el sueño, tenía un trozo de espejo en la mano. Su cabello era largo y lustroso. Su piel era lisa. Sus ojos eran nuevos y brillaban. Había soñado. Con la toalla doblada sobre el hombro, con el jabón en la mano, esperaba en la fila del baño. Ella no estaba acostumbrada, pero las monjas decían que todas las mujeres tenían que darse una ducha al despertarse. Ella respetaba las reglas del asilo. El vapor le envolvía la mirada. Las voces de las mujeres a su alrededor eran una cosa que sucedía en un sitio en el que ella no estaba. Había soñado que era joven. Como si soñase aún, sonreía.
José Luís PEIXOTO
A mulher que sonhava
(Puedes leer el relato completo en portugués en la web del Instituto Português do Livro e das Bibliotecas)

Cuento

20 Miércoles Dic 2006

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Durante estos siete años, me han pasado muchas cosas con el tapón del bolígrafo. Hoy, cuando lo miro, cuando lo describo en estas líneas, ya no es sólo el tapón de un bolígrafo. Recuerdo haberlo sentido en el bolsillo en el momento en que mi hija nació y yo estaba allí, agarraba la mano de mi ex-mujer. El tapón del bolígrafo estaba allí. Vi a mi hija recién nacida. Tenía en el bolsillo el tapón del bolígrafo. Cuando mi madre fue operada, cuando el médico me llamó para hablar conmigo, tenía el tapón en el bolsillo. Nunca me olvido del tapón. Antes de salir de casa, veo siempre si tengo las llaves, los cigarrillos, la cartera y el tapón del bolígrafo. He estado con él en muchos países. Muchas veces lo he colocado en las pequeñas bandejas en las que se colocan los objetos que se tienen en el bolsillo, antes de pasar por la máquina que pita, antes de entrar en un avión. Me ha pasado olvidarme el tapón del bolígrafo en casa de amigos, en cafés, en restaurantes.
         Pasadas algunas horas, cuando volví atrás, uno de los camareros me dijo “nosotros aquí nunca tiramos nada”. El camarero abrió un cajón detrás de la barra, levantó el tapón en la palma de la mano y dijo “¿es esto lo que se le ha perdido?”. Cada vez que me pasó eso, di las gracias y me fui avergonzado bajo miradas y comentarios susurrados. Con mis amigos, les llamé por teléfono y, aquellos que no me conocen bien, se quedaron sorprendidos. “¿El tapón de un bolígrafo?”. Más de una vez he tenido que andar moviendo muebles en casa de mis amigos hasta encontrar el tapón caído en cualquier esquina de polvo, o entallado dentro de un sofá.
         El tapón ha estado conmigo en los momentos en que recibí las mejores noticias. Le di vueltas en la mano después de recibir las noticias que, para mi, fueron más terribles. Por sí solo, es algo que me acompaña, que va conmigo a los sitios donde voy. Considerando las cosas importantes que me han pasado los últimos siete años, es algo que comparte mi historia. Lo miro y siento que me entiende. Ha estado tanto tiempo conmigo, hemos pasado por tantas cosas juntos que, cuando pasa alguna cosa buena o mala, siento el tapón del bolígrafo dentro del bolsillo y siento que él me comprende. Ella sabe lo que está detrás de cada cosa que pasa. El tapón del bolígrafo, como yo, sabe cuáles han sido los acontecimientos pasados que han hecho que pasen las cosas que pasan.
         Cuando espero a alguien o algo, cuando no estoy haciendo nada, cuando mi pensamiento busca cosas en las que pensar, agarro el tapón del bolígrafo y, mirándolo, imagino dónde estaría antes de haberlo encontrado en una calle de París. Imagino quién habrá sido la persona que le dio forma de tapón de bolígrafo. Debe haber habido un momento en el que este tapón estuvo entre muchos tapones exactamente del mismo color, exactamente con el mismo formato, muchos tapones recién hechos. Debe haber habido un momento en el que este tapón sirvió para tapar un bolígrafo. Imagino si habrá sido comprado en un supermercado o en una papelería. Imagino cuánto tiempo habrá pasado hasta haber sido comprado. Las noches que pasó en una estantería. Imagino la mano de la persona que lo eligió entre otros bolígrafos con tapones todos iguales. A pesar de imaginar y de casi tener la certeza de que ésa fue su historia antes de mí, nunca he visto un tapón igual a éste. Ya lo he probado en muchos bolígrafos sin tapón y nunca ha servido perfectamente para ninguno. Queda demasiado grande o demasiado pequeño. Nunca he encontrado ninguno para el que sirviese perfectamente.
         Me pasa pensar también que, inevitablemente, llegará un día en que mi vida y la vida del tapón del bolígrafo se separen. Podrá ser un día en que me lo olvide en casa de amigos, en un café o en un restaurante. Llegaré en busca de él y nadie entederá mis palabras. “¿El tapón de un bolígrafo?”. Podrá ser en el instante en que yo muera. La respiración parándose definitivamente en mis pulmones y las personas que me conocieron, mi familia, mis amigos, mi hija cuando sea más mayor, removiendo las cosas que dejé. Entre ellas, este tapón que, un día, encontré en una calle de París, que guardé en el bolsillo durante años y que, después de mí, continuará en algún lugar.
         Mientras escribo estas palabras, ha momentos en que me paro y me pongo a mirarlo. Lo sujeto en la palma de la mano. Es muy ligero. Cuando está parado en la palma de mi mano, casi no lo siento. Por llevar siete años en mi bolsillo, su superficie está un poco deslucida. Siete años tocando con las llaves, tocando con todas las cosas que llevo en los bolsillos, tocando el tejido de los bolsillos. Lo encontré en una calle de París. Ahora, está conmigo aquí. Donde quiera que vaya, lo llevo siempre conmigo. Hace siete años, cuando lo encontré en el suelo, nunca hubiera imaginado que nos íbamos a volver tan necesarios el uno para el otro. Yo, que alteré su destino, soy la única persona que se preocupa de este tapón de bolígrafo y, en el mundo, no hay nada, nadie, ningún amigo que me conozca tan bien, que sepa tan bien quién soy como este tapón de bolígrafo.

José Luís PEIXOTO
(Trad. Juan Ramón Santos)

(En Mulheres no sapo)

20 Miércoles Dic 2006

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madre, cada palabra que me enseñaste repite mil veces tu nombre.

José Luís PEIXOTO
A Casa, a Escuridão

Príncipe

19 Martes Dic 2006

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amigo, no tengo preguntas que hacerte. ¿cuántas
personas entienden lo que no entiendo? ¿quién
descubrió el secreto más inútil?
amigo, no tengo preguntas que hacerte. me basta
mirar. han pasado años, podrían haber pasado más
años aún. podrían pasar siglos.
entiendo tu rostro. eso me basta cuando te veo.
para mí, serás siempre el príncipe, el niño que
me enseñó los árboles.
el tiempo no ha pasado, amigo, ahora, que llegas,
miro hacia ti. tu rostro es igual. ahora, que llegas,
sé que nunca partiste.

José Luís PEIXOTO
A Casa, a Escuridão

Moonspell – The Antidote

08 Viernes Dic 2006

Posted by aulaplasencia in José Luís Peixoto

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Antídoto, de Jose Luís Peixoto, es una novela en cuentos inspirada en el universo musical del disco The Antidote (Century Media, 2003) del grupo portugués Moonspell.

(Pinchando aquí puedes obtener información sobre Moonspell en castellano y, haciéndolo aquí, escuchar algunos fragmentos del album The Antidote).

Antídoto

08 Viernes Dic 2006

Posted by aulaplasencia in José Luís Peixoto

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Eran hombres antiguos. Estaban alrededor de una mesa de madera gruesa. En el cuarto, detrás de las paredes, se oyó el primer grito de aquel niño que acababa de nacer. El padre alzó la copa sobre la mesa. El brazo levantado y la copa en la punta de los dedos. Los brazos, las copas y las miradas de los otros hombres se levantaron también. El padre brindó por la vida del hijo que acababa de nacer. Puso la copa sobre la mesa: el cristal, la madera. Todos comprendieron cuando les dio la espalda Caminó pasos breves por la casa y abrió la puerta del cuarto. La madre estaba echada en la cama, recostada sobre muchas almohadas blancas, agarraba al niño entre los brazos y levantó una mirada mezcla de respeto y ternura en dirección a la puerta. El padre avanzó solemne por el cuarto y se sentó en la cama. La madre: el rostro transpirado, los cabellos pegados a la frente por el sudor, los ojos grandes. La madre lo miró cuando le ofreció el niño en brazos. El padre sintió el cuerpo pequeño del niño y, en aquel momento, sintió que la muerte nada podía contra él. Pasó un mes y pasaron diez días. En otra casa del pueblo, eran otros los hombres antiguos. El padre, otro padre, puso las copas sobre la mesa de madera. Puso una botella que tenía guardada para abrir aquel día. Y se oyó un grito de niña rasgando los lazos que la hacían nacer. Con los ojos sonrientes, el padre tomó el cuello de la botella. Y se oyó un grito de la madre que era como si estuviese aprisionado en el interior de la tierra y se hubiese liberado en aquel prolongado momento. Un grito hecho de sangre. El padre dejó la botella cerrada en la mesa, dejó las miradas de los hombres en la sala y salió corriendo. Entró en el cuarto atravesando el torrente de mujeres que salían y encontró a la madre echada en la cama. Tenía a la niña en brazos. Su cuerpo estaba inclinado sobre el cuerpo de la niña y lloraba. El padre corrió hacia ella. Se sentó en la cama. La madre levantó el rostro, los ojos en el fondo de las lágrimas, dos pozos de noche, y le ofreció la niña que acababa de nacer. El padre recibió a la niña en sus brazos grandes. En los ojos del padre, el iris era como la luna llena tocando un lago, era como una noche de color castaño hecha de tierra y de barro; la pupila era como un túnel negro que tenía el grosor de una aguja y que entraba dentro de él, dentro de él. La piel de la espalda y de las piernas de la hija tocaba la piel interior de los brazos del padre. Tenía los ojos castaños poco abiertos, tenía cabellos muy oscuros, tenía una nariz y unos labios pequeños de niño recién nacido. El padre la apartó un poco para ver que la piel del pecho de la niña era tan transparente que casi no se distinguía. Era como si no tuviese piel y su pecho estuviese hecho sólo de sangre, de músculos rojos de sangre atravesados por venas de sangre roja y azulada. El rostro de la niña existía indiferente a la sombra de la mirada del padre. Sobre la mesa, las copas continuaban inmóviles. La botella cerrada e inmóvil.
         El niño tenía tres años. Por primera vez, se dio cuenta de que el padre iba a salir a cazar. Aunque no supiese lo que era cazar, el niño se dio cuenta de que el padre iba a salir y de que llevaba la escopeta. En esos días, el padre era una parte grande de su mundo. Y el niño no se dio cuenta de que el padre iba a cazar, pero se dio cuenta de la importancia, del entusiasmo. Su mundo eran pequeños juguetes y sentimientos profundos, por eso, se dio cuenta de lo más fundamental. Era de madrugada. Era el momento anterior al momento en que todas las cosas comienzan a despertar. En la cocina, el niño andaba detrás de la sonrisa del padre. ¿Quieres venir conmigo? Y el niño quería, pero no podía, porque todavía era muy pequeño. Y el padre se reía de ternura. Con la escopeta a la espalda y un pequeño hatillo, dio la mano al niño y dieron algunos pasos por la cocina. Cuando el padre abrió la puerta, los ojos del niño se llenaron de un rebaño que llenaba la calle como un río. Las ovejas miraban adelante y caminaban encajadas unas en otras. Había que prestar atención para, en aquel momento, distinguir a las ovejas. Con tres años, el niño no disponía de esa atención. El padre y el niño permanecieron juntos el tiempo que las ovejas tardaron en pasar. Juntos, detuvieron los rostros. Sabían y, así, sentían la presencia uno del otro. Existía una luz nítida posada sobre el inicio absoluto de la mañana cuando el pastor viejo pasó ante ellos y dijo buenos días. El niño se quedó en silencio mirando a la perra que perseguía los pasos del pastor viejo y que miraba en silencio al niño. Cuando el padre se despidió, las ovejas ya habían desaparecido. En ese instante, con tres años, la niña acababa de salir de casa. Iba toda tapada, vestida con un jersey hasta el cuello, en brazos del padre. La madre caminaba al lado. Era una mañana de finales de otoño. Las calles, como el otoño, parecían no querer acabarse. Los pasos del padre y de la madre eran serios y silenciosos. Ambos sabían que iban a llegar a la plaza. Ambos sabían que el tiempo iba a pasar dentro del autocar. Ambos sabían que iban a mirar la fachada inmensa del hospital. La niña sentía el aire húmedo y frío en la piel del rostro, sentía la protección de los padres caminando silenciosos. Mientras caminaban por calles que no acababan, durante aquella madrugada que no pasaba, la niña sentía algo que era el camino hacia el hospital. Sin embargo, la niña no sabía que iban al hospital. Sin embargo, la niña se dio cuenta de que los padres habían escogido las mejores ropas y se dio cuenta de que sus pasos eran serios y silenciosos. Y, por detrás del rostro de los padres, avanzaba la idea de llegar al hospital, la idea del médico mirando el pecho de la hija, cuando en la parte alta de la calle apareció una lenta marea de ovejas. La niña, en brazos del padre, vio cómo las ovejas se acercaban lentamente y vio cómo los padres se encogían al borde de la acera. Las ovejas los envolvieron. El olor de las ovejas. Pasaban rozando los pantalones nuevos del padre y el vestido blanco de la madre. Al final del rebaño, con el inicio de la mañana, venía el pastor viejo. Cuando pasó delante de los tres, dijo buenos días. Esperaron, y continuaron la distancia de su camino.
         La primera vez que el niño sintió miedo fue cuando la madre le explicó que el padre no iba a volver. Después de ese día, supo que había cosas que partían para nunca más volver. En ese instante, en otra casa del pueblo, la maestra abrió un libro con fotografías y la niña vio por primera vez un cuerpo desnudo, como si esa imagen la atravesase. Antes, el niño se había sentado en una silla después de pedírselo su madre. Antes, la niña se había sentado en su silla después de que la maestra entrase en el despacho. El niño con una camisa de verano. La niña con una blusa abotonada hasta el cuello. Eran una camisa y una blusa que tenían el tamaño de la ropa de niño de nueve años. Las palabras de la madre y las fotografías del libro eran puertas abiertas a un cuarto oscuro. Eran puertas que, en el centro de aquella tarde, se abrían a la noche. El miedo era el veneno. Ese día, la niña sintió miedo por primera vez. El movimiento de una estrella en el cielo puede ser exactamente igual al movimiento de una hierba anónima, idéntica a todas las otras, en medio del campo. Los movimientos de los rostros del niño y de la niña fueron exactamente iguales porque aquello que existía dentro de ellos era exactamente igual. Llegaría un día en el que las calles se quedarían desiertas cuando ellos se acercasen. El lugar de las ideas que tenían se quedaría vacío. Llegaría un día en el que podrían olvidar ese veneno. Ese día llegaría pero estaba lejos de aquella tarde antigua. El niño y la niña se miraron los dedos sobre el regazo, bajaron la cabeza. Entre las palabras que la madre y la maestra les decían, distinguieron la palabra coraje. Y la sed pudo acercarse a sus labios. El miedo, el veneno. El coraje. Y continuaron el camino de tiempo que los llevaba hacia el momento que había de unirlos aún más completamente.

José Luís PEIXOTO, Antídoto
(Trad. Juan Ramón Santos)

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