Si algo se destaca a menudo al hablar de Fermín Herrero, el escritor que nos acompaña esta tarde y con el que cerramos la programación del Aula de Literatura de este curso, es que ha ambientado buena parte de su obra en la comarca soriana de Tierras Altas, de la que procede, concretamente del lugar de Ausejo de la Sierra, algo fácil de constatar a poco que se eche un vistazo a cualquiera de sus libros, en los que enseguida saltan a la vista, entre sus versos, los ásperos, ascéticos paisajes castellanos, esos que tal vez ninguna forma de arte nos haya enseñado a admirar tanto como la poesía. En ese sentido, Sin ir más lejos, el título del libro con el que ganó hace varios años el Premio de la Crítica y, antes, el Jaén de Poesía, podría servir para nombrar el conjunto de su obra, en la medida en que Fermín ha optado por no alejarse, por construir la práctica totalidad de su obra a partir del paisaje que le es propio, el de su infancia, el de los campos de Soria, con la intención siempre puesta en alcanzar lo universal desde lo local, aspiración que es propia de la gran Literatura y que no resulta en absoluto descabellada, pues, como sus propios poemas ‒por poner un ejemplo y sin ir más lejos‒ demuestran, si te fijas bien, si sabes mirar adecuadamente lo que te rodea, en cualquier sitio cabe el mundo entero.
Si hablo aquí de la mirada es porque en este ámbito juega un papel fundamental, como verdadero punto de partida de cualquier aventura poética, pero también porque Fermín se define con modestia, en el poema que abre su más reciente libro, Estancia de la plenitud, como alguien “que, en vez de limitarse / a la mirada, escribe cuanto ve, / lo que piensa que ve, lo que pretende / ver, aunque nada vea”, como alguien, pues, que primero mira y luego escribe, subrayando así, de forma indirecta, la importancia de la mirada como condición previa a la escritura. Además, aunque en otro poema de ese mismo libro diga que “el que contempla / no debe ir más allá” ‒planteamiento que me recuerda a la sobriedad estética y filosófica de Alberto Caeiro, el guardador de rebaños de Fernando Pessoa‒ o, en otro de En tierra desolada, que “si digo simplemente lo que hay / es porque no doy más de sí, me temo”, lo cierto es que no se limita a observar de una manera plana, epidérmica, el paisaje, sino que sabe leerlo, radiografiarlo, yo diría que un poco a la manera de las viejas gentes del campo, que sabían predecir sin la más mínima duda, a partir de signos para nosotros ‒gentes de ciudad‒ indiscernibles, cuándo llegaba el cierzo, el sol o la tormenta, solo que, en el caso de este poeta ‒o de este versificador, como ha preferido llamarse muchas veces‒, lo que nos aguarda cuando, en sus poemas, fija la mirada sobre un tordo, un vencejo, una higuera, un collado o un guijarro no es tanto la meteorología o el porvenir de las cosechas ‒aunque yo diría que también, pues no son raros en sus versos ese tipo de vaticinios fruto de la sabiduría ancestral‒, como la propia vida, tanto en su más amplio sentido como de un modo más concreto, pues a menudo los elementos del paisaje le sirven de excusa para abordar los grandes temas de los que ha venido haciéndose cargo desde siempre la poesía: el amor, el paso del tiempo, la muerte, la belleza del mundo o la ceguera de los hombres, lo que viene a ser, a fin de cuentas, la vida.
A este respecto, cuando el jurado del Premio de la Crítica decidió hace unos años otorgarle ese prestigioso galardón, destacó “su calidad de expresión y su estética limpia y sencilla, que aspira a convertirse en la conciencia de lo que es la vida, el tiempo, y siempre enraizada en la tierra castellana”, una estética precisa, marcada por la sobriedad, consciente de que muchas veces lo mejor es decir lo menos posible, de que ‒como afirma en uno de los poemas de Sin ir más lejos‒ “la bondad / se ve, no necesita / verborrea”, que tiene como referentes, en su particular tradición literaria, a escritores como Jorge Manrique, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús, Machado, Unamuno, Claudio Rodríguez o José Jiménez Lozano y que se sustancia en un lenguaje que, en palabras de nuestro Álvaro Valverde, es “como el paisaje de su tierra: áspero y despoblado, seco, esencial, resistente” y que incorpora con frecuencia palabras pegadas a la tierra, términos como resfrior, solanillo, abrigaño, cardelinas, cavuchar o adormijar que parecen pecios de una lengua en extinción que una vez supo nombrar la naturaleza hasta el más mínimo detalle y que Fermín rescata con mimo en sus poemas. Un autor, en definitiva, como decía el jurado del Premio de la Crítica, “enraizado en la tierra castellana” pero que, como ha mencionado alguna vez medio en serio medio en broma, se considera un “versificador más bien chino”, ocurrencia que, en contra de lo que pudiera parecer, tiene mucho de acertado, pues en la forma que tiene de aproximarse, contemplar y poner por escrito el paisaje de esas tierras hay una cierta actitud oriental, del todo evidente en los haikus y tankas que practicó, por ejemplo, en La lengua de las campanas o en los jueju(un tipo de cuarteta china) de su libro Húrgura, pero yo diría que también en una suerte de estrofa propia que utiliza a menudo en sus libros. Me refiero a esas series compactas de diez versos de arte mayor con las que parece querer acomodar a nuestra lengua, a nuestra forma de expresión, más verbosa y tal vez también más enrevesada, la intención, el objetivo de algunas de esas formas poéticas orientales: fijar el foco en la naturaleza, retratar el instante y tratar de hallar en él algo que lo trascienda, en ocasiones grandes verdades para la vida, otras, su sencilla belleza y, aun otras, la simple aunque honda constatación de que nada hay más hermoso y expresivo que el silencio.
Para terminar, hemos hablado de los escenarios, hemos hablado de la mirada, de los temas y referentes, incluso de estrofas propias y ajenas en la poesía de Fermín Herrero, pero nos falta mencionar un elemento a mi modo fundamental en su obra: el tono. “Cuanto menos que sea cántico, nunca / queja”, afirma en uno de los poemas de Tempero después de constatar que “como se va en el viento el trino de los pájaros / se pierde el verso, su lenguaje”, después de constatar, en tantos otros poemas, que el tiempo pasa, que nos hacemos viejos, que todo fluye y nada permanece y que, además, el mundo y los paisajes que han sido suyos y a los que canta, escenarios de esa famosa España vacía, o vaciada ‒denominación, por cierto, que le gusta más bien poco‒, están condenados a desaparecer, y, de hecho, en unos versos de En tierra desolada dice, por ejemplo, “por aquí / no queda nadie, esto se acaba”. Y, sin embargo, a pesar de todo, de la conciencia del paso del tiempo y de la fugacidad de las cosas, e incluso pese al aire triste y melancólico de muchos de sus poemas, su actitud es siempre celebrativa, nunca elegíaca, tal vez porque si algo es capaz de enseñar la naturaleza a quien está dispuesto a escucharla es que ‒haciendo un pequeño homenaje a ese monumento surrealista a la ruralidad que es Amanece que no es poco‒ todos somos contingentes y solo la vida, ciega y poderosa, es necesaria, y que hay que disfrutarla mientras podamos, quizá porque Fermín piensa, como afirma estoico en alguno de sus versos, que “vivimos de milagro y eso es suficiente”, pero, sobre todo, porque es capaz de mantener intacto el asombro del muchacho que se asomó por primera vez al campo hace años y descubrió la maravilla ‒“el asombro de ayer, idéntico / asombro, el de mañana”, dice en Tempero‒, un asombro que le permite mantener la mirada limpia y joven, del que es capaz de contagiarnos en sus poemas y que hace que, como decía también hace poco Álvaro Valverde al reseñar Estancia de la plenitud, uno se sienta, al terminar ese o cualquiera de sus libros, feliz, un regalo por el que, como diría, en esta ocasión, el cantante Rosendo, deberíamos estarle todos agradecidos.
Juan Ramón SANTOS